El video que circula, en el que se les dice a los estadounidenses "gringos" que no vengan a “nuestras” playas si no gustan de los latinos, expone una paradoja dolorosa.

En el contexto colombiano —y más ampliamente en América Latina— la opresión racial no es monolítica ni se distribuye equitativamente entre los cuerpos racializados. En la pirámide racial de la región, los negros ocupamos el peldaño más bajo, enfrentando un racismo estructural y sistémico que nos despoja de nuestros territorios, nuestras historias y nuestras vidas. En el Pacífico colombiano, por ejemplo, las comunidades afrodescendientes no solo son desplazadas por la violencia del conflicto armado y el extractivismo, sino que también son objeto de un desprecio que revela el arraigo profundo del racismo antinegro en la sociedad. Así, mientras los latinos blancos pueden ser oprimidos en ciertos espacios globales, dentro de nuestros propios países se erigen como opresores, reproduciendo las lógicas coloniales que nos mantienen marginados.

Por eso la cuestión es más compleja de lo que el video sugiere. No basta con denunciar el rechazo que sufren los latinos en el norte global si no se reconoce la jerarquía racial que sigue operando dentro de América Latina. Porque el racismo no es una cuestión abstracta, sino una estructura que organiza la vida y la muerte, el acceso y la exclusión. Decir "nuestras playas" sin problematizar quiénes realmente tienen el derecho a habitar, poseer y disfrutar esos espacios es una omisión que favorece la continuidad del privilegio blanco-mestizo. Es ahí donde el mito de la nación mestiza se desmorona: la latinidad, como identidad, ha sido construida en oposición a la negritud y la negritud ha sido relegada a la periferia, tanto geográfica como simbólicamente. El problema no es solo que los gringos no gusten de los latinos, sino que dentro de nuestras propias sociedades, la blanquitud latina tampoco gusta de nosotros.

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