El racismo en Colombia y en América Latina no se diluye en la noción de mestizaje

,Se disfraza bajo su manto. Cada vez que se denuncia la opresión estructural contra los afrodescendientes, emerge un coro de voces que se apresuran a responder: “Aquí todos somos mestizos”, como si esa afirmación fuese una absolución histórica, como si la mezcla de sangre anulara las jerarquías que la forjaron. Pero el mestizaje en nuestra región no ha sido un acto espontáneo de convivencia, sino el producto de un proyecto colonial que estableció un sistema de castas, donde la blancura era la cúspide del deseo y la negritud, el abismo de la negación. En este orden racial, la mezcla no fue sinónimo de igualdad, sino una aspiración al blanqueamiento, una estrategia para acercarse a la hegemonía y distanciarse de la negritud, que era (y sigue siendo) percibida como un lastre.

Negar el racismo estructural con el argumento del mestizaje no es más que una forma de perpetuarlo. Es la coartada de quienes se resisten a reconocer que, en esta escala jerárquica impuesta por el colonialismo, la blanquitud no solo es deseable, sino que otorga privilegios tangibles, mientras que la negritud sigue siendo castigada. Decir que todos somos mestizos no borra el hecho de que ser más blanco abre puertas, y ser más negro las cierra. No basta con proclamar la mezcla; hay que preguntarse qué valores y narrativas sustentan esa supuesta identidad común. Porque si el mestizaje fue la respuesta, ¿cuál era la pregunta? ¿La igualdad o la domesticación de los cuerpos racializados?

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